OBRAS COMPLETAS DE JOSE CARLOS MARIATEGUI |
|
EL ALMA MATINAL |
|
|
BERNARD SHAW1 I Su jubileo ha encontrado a Bemard Shaw en su ingénita actitud de protesta. No ha tenido Shaw en su máximo aniversario honores oficiales como en su patria los ha tenido en menor ocasión el futurista e iconoclasta Filippo Tommaso Marinetti. A su diestra no se ha sentado en el banquete de sus amigos el jefe del gobierno, Mr. Baldwin, sino un viejo camarada de la Fabian Society, Ramsay Mac Donald. El gobierno inglés se ha limitado a impedir la transmisión radiofónica del discurso del glorioso dramaturgo. Esta es quizá la más honrosa consagración a que podía aspirar un hombre genial al que la gloria no ha domesticado. Hasta en su jubileo Shaw tenía que ser un revolucionario, un heterodoxo. Bemard Shaw, es uno de los pocos escritores que da la sensación de superar su época. De él no se podrá decir como de Renán que "ne depasse pas le doute". Shaw es un escéptico del escepticismo. Toda la experiencia, todo el conocimiento de su época están en su obra, pero en ella están también el anhelo y el ansia de una fe, de una revelación nuevas. Shaw se ha alimenta- do de media centuria de cientificismo y de positivismo. Y sin embargo, ningún escritor de su tiempo siente tan hondamente como él la limitación del Siglo XIX. Pero este siglo XIX no es para Bemard Shaw, como para León Daudet, estúpido por revolucionario ni por romántico, sino por burgués y materialista. Bernard Shaw, aprecia y admira precisamente todo lo que en él ha habido de romántico y de revolucionario. Aprecia y admira a Marx, por ejemplo, que no es la tesis sino la antítesis de ese siglo de capitalismo. Shaw más bien que un escéptico es un relativista. Su relativismo representa precisamente su rasgo más peculiar de pensador y dramaturgo del Novecientos. La actitud relativista es tan cabal en Bernard Shaw que cuando se divulgó la teoría de Einstein lo único que le asombró fue que se le considerase como un descubrimiento. A Archibald Henderson le ha dicho que halló "que Einstein podía ser calificado más justamente de refutador de la relatividad que de descubridor de ella". Medio siglo de positivismo y de cientificismo ochocentista impide a Bernard Shaw pertenecer íntegramente al siglo veinte. A los setenta años Shaw compendia y resume primero toda la filosofía occidental, y, luego la traspasa, la desborda. Antiracionalista a fuerza de racionalismo, metafísico a fuerza de materialismo, Shaw conoce todas las metas del pensamiento contemporáneo. A pesar del handicap que le imponen sus setenta años, las ha dejado ya atrás. Sus coetáneos le han dado fama de hombre paradójico. Pero esta fama yo no sé por qué me parece un interesado esfuerzo en descalificar la seriedad de su pensamiento. Para no dar excesiva importancia a su sátira y a su ataque, la burguesía se empeña en convencernos de que Bernard Shaw es ante todo un humorista. Así después de haber asistido a la representación de una comedia de Shaw, la conciencia de un burgués no siente ningún remordimiento. Mas un minuto de honesta reflexión en la obra de Shaw, basta para descubrir que a este hombre le preocupa la verdad y no el chiste. La risa, la ironía, atributos de la civilización, no constituyen lo fundamental sino lo ornamental en su obra. Shaw no quiere hacernos reír sino hacernos pensar. El, por su parte, ha pensado siempre. Su obra no nos permite dudarlo. Esta obra se presenta tan cargada de humor y sátira porque no ha podido ser apologética sino polémica. Pero no es polémica exclusivamente, porque Shaw tenga un temperamento de polemista. La preferencia de Shaw por el teatro nos revela, en parte, que éste es su pensamiento. Shaw no ama la novela; ama en cambio, el teatro. Y en el teatro debe sentirse bien todo temperamento polémico, porque el teatro dramatiza el pensamiento. El teatro es contradicción, conflicto, contraste. La potencia creadora del polemista depende de estas cosas. Shaw ha superado a su época por haberla siempre contrastado. Todo esto es cierto. Mas en la obra de Shaw se descubre el deseo, el ideal de llegar a ser apologética. Shaw, piensa que el "arte no ha sido nunca grande cuando no ha facilitado una iconografía para una religión viva". Su tesis sobre el teatro moderno reposa íntegramente sobre este concepto. Shaw denuncia lo feble, lo vacío del teatro moderno, no desprovisto de dramaturgos brillantes y geniales como Ibsen y Strindberg, pero sí de dramaturgos religiosos capaces de realizar en esta época lo que los griegos realizaron en la suya. A esta conclusión le ha conducido su experiencia dramática propia. "Yo escogí —dice—, como asuntos, el propietarismo de los barrios bajos, el amor libre doctrinario (seudo-ibseniano), la prostitución, el militarismo, el matrimonio, la historia, la política corriente, el cristianismo natural, el carácter nacional e individual, las paradojas de la sociedad convencional, la caza de marido, las cuestiones de conciencia, los engaños e imposturas profesionales, todo ello elaborado en una serie de comedias de costumbres a la manera clásica que entonces estaba muy fuera de moda, siendo de rigor en el teatro los ardides mecánicos de las construcciones parisinas. Pero esto aunque me ocupó y me conquistó un lugar en mi profesión no me constituyó en iconógrafo de la religión de mi tiempo para completar así mi función natural como artista. Yo me daba perfecta cuenta de esto, pues he sabido siempre que la civilización necesita una religión, a todo trance, como cuestión de vida o muerte". La ambición de Shaw es la de un artista que se sabe genial y sumo: crear los símbolos del nuevo espíritu religioso. La evolución creadora es a su juicio, una nueva religión. "Es en efecto —escribe— la religión del Siglo XX, surgida nuevamente de las cenizas del seudo cristianismo, del mero escepticismo y de las desalmadas afirmaciones y ciegas negaciones de los mecanicistas y neo-darwinistas. Pero no puede llegar a ser una religión popular hasta que no tenga sus leyendas, sus parábolas, sus milagros". De esta alta ambición han nacido dos de sus más sustanciosas obras: Hombre y Super-Hombre en 1901, y Volviendo a Matusalén en 1922. Pero el genio de Shaw vive en un drama tremendo. Su lúcida conciencia de un arte religioso, no le basta para realizar este arte. Sus leyendas demasiado intelectuales, no pueden ser populares, no me parece que logren expresar los mitos de una edad nueva. Hay en sus obras una distancia fatal entre la intención y el éxito. El intelectual, el artista, en este período histórico no tiene casi más posibilidades que la protesta. Un evo agónico, crepuscular, no puede producir una mitografía nueva. II Santa Juana de Bernard Shaw es uno de los documentos más interesantes del relativismo contemporáneo. El teatro de Pirandello se clasifica también como teatro relativista. Pero su relativismo es filosófico y psicológico. Es, además, un relativismo espontáneo y subconsciente de artista. El dramaturgo inglés, en cambio, lleva al teatro, conscientemente, el relativismo histórico. Pirandello trata, en su teatro y en sus novelas, los problemas de la personalidad humana. Shaw trata, en Santa Juana, un problema de la, historia universal. Bernard Shaw reconoce a Juana de Arco como "un genio y una santa". Está absolutamente persuadido de que representó en su época un ideal superior. Pero no por esto pone en duda la razón de sus jueces y de sus verdugos. Su Santa Juana es una defensa del obispo de Beauvais, monseñor Cauchón, presidente del tribunal que condenó a la Doncella. Shaw se empeña en demostrar que monseñor Cauchón luchó con denuedo, dentro de su prudencia eclesiástica, por salvar a Juana de Arco y que no se decidió a mandarla a la hoguera sino cuando la oyó ratificarse, inequívoca y categóricamente, en su herejía. Y, si justifica la sentencia, no justifica menos Bernard Shaw la canonización. "No es imposible —explica— que una persona sea excomulgada por herética y más tarde canonizada por santa". No hay cosa que un relativista no se sienta dispuesto a comprender y tolerar. El relativismo es fundamentalmente un principio o una escuela de tolerancia. Ser relativista significa comprender y tolerar todos los puntos de vista. El riesgo cierto del relativismo está en la posibilidad de adoptar todos los puntos de vista ajenos hasta renunciar al derecho de tener un punto de vista propio. El relativista puro —¿será abusar de la paradoja hablar de un relativista absoluto?— es ubicuo. Está siempre en todas partes; no está nunca en ninguna. Su posición en el debate histórico es más o menos la misma del liberal puro en el debate político. (El liberalismo absoluto quiere el Estado agnóstico. El Estado neutral ante todos los dogmas y todas las herejías. Poco le importa que la neutralidad frente a las doctrinas más opuestas equivalga a la abdicación de su propia doctrina). Esto nos define la filosofía relativista como una consecuencia extrema y lógica del pensamiento liberal, La actitud de Bernard Shaw ilustra, y precisa nítidamente, el parentesco del relativismo y el liberalismo. En Bernard Shaw se juntan el protestante, el liberal, el relativista, el evolucionista y el inglés. Cinco calidades en apariencia distintas; pero que, en la historia, se reducen a una sola calidad verdadera. El mismo Bernard Shaw nos lo enseña en los discursos de sus dramatis personae. Monseñor Cauchón según su Santa Juana, le sostenía a Warwick en 1431 la tesis de que todos los ingleses eran herejes. Y, en seis siglos, los ingleses han cambiado poco. Darwin, en este tiempo, ha descubierto la ley de la evolución que, en último análisis, resulta la ley de la herejía. Los ingleses, por ende, no se llaman ya herejes sino evolucionistas. Su herejía de hace seis siglos —el protestantismo— es ahora un dogma. Pero en Shaw el hereje está más vivo que en el resto de los ingleses. Shaw, por ejemplo, milita en el socialismo. Mas su socialismo de fabiano —como lo demuestran sus últimas posturas— no lo presenta como un creyente de la revolución social sino como un hereje frente al Estado burgués. Shaw, por otra parte, tiene la mejor opinión de la herejía. Según él, "toda persona verdaderamente revolucionaria es hereje y; por lo tanto, revolucionista". Si, como protestante, Bernard Shaw cataloga a Juana de Arco entre los precursores de la Reforma, como relativista reacciona contra la incapacidad de los racionalistas, los protestantes y los anticlericales para entender y estimar la Edad Media. Shaw considera la Edad Media "una alta civilización europea basada en la fe católica". No es posible de otro modo acercarse a la Doncella. Shaw lo sabe y lo siente. Y lo declara, más explícitamente aún, en otra parte del prólogo, cuando revista los apriorismos que enturbian y deforman la visión de los que pretenden escrutar la figura de Juana de Arco con las gafas astigmáticas de sus supersticiones y del siglo diecinueve. "El biógrafo ideal de ésta debe estar libre de los prejuicios y las tendencias del siglo diez y nueve; debe comprender la Edad Media y la Iglesia Católica Romana, así como el Santo Imperio Romano, mucho más íntimamente de lo que nunca lo hicieron nuestros historiadores nacionalistas y protestantes, y tiene, además, que ser capaz de desechar las parcialidades sexuales y sus secuelas fantásticas y de considerar a la mujer como a la hembra de la especie humana y no como a un ser de diferente especie biológica, con encantos específicos e imbecilidades también específicas". Esta eficaz y aguda receta no le sirve, sin embargo, a Bernard Shaw para ofrecernos, en su drama, una imagen cabal de Juana de Arco. En su drama, Shaw más que de explicarnos a Juana, se preocupa en verdad, de explicarnos su tesis relativista. No asistimos en Santa Juana al drama de la Doncella tan auténtica e interesante como al drama de Cauchón, su inquisidor. La pieza de Bernard Shaw deja la impresión de que el drama de la Doncella no puede ser escrito por un relativista sino por un creyente. Shaw, a pesar de sus puyas contra el cientificismo y el positivismo del siglo diecinueve, es demasiado racionalista para mirar a Juana con otro lente que el de su raciocinio. Su raciocinio pretende descubrirnos, en el prólogo, el mecanismo del milagro. Pero, visto por dentro, analítica y fríamente, el milagro cesa de ser milagro. Mejor dicho, el milagro, como milagro, se queda fuera. III El relativismo contemporáneo parece destinado a revelarnos, entre otras relatividades, la relatividad de la muerte. El propio escepticismo, para ser absoluto, empieza a adoptar ante la ilusión de la muerte la misma actitud que ante las ilusiones de la vida. Pirandello, que no reconoce más realidad que la del espíritu, de la imaginación, no cree que los muertos estén efectivamente muertos. Para él no son sino simples desilusionados. Los que mueren, según el extraordinario dramaturgo de Ciascuno a suo modo, no son aquellos que dejamos bajo tierra en el cementerio; somos, más bien, nosotros. Porque mientras ellos no mueren en nosotros, —que guardamos en nuestra imagen del difunto amado u odiado, una parte de su realidad— nosotros morimos en ellos. Y por consiguiente es el caso de preguntarse: ¿quiénes mueren? Esto les parecerá a muchos, puro humorismo metafísico. Pero sólo podemos negarnos a tomar en serio esta tesis de Pirandello por humorista; no por metafísica. Lo metafísico ha recuperado su antiguo rol en el mundo después del fracaso de la experiencia positivista. Todos sabemos que el propio positivismo, cuando ahondó su especulación, se tomó metafísico. Tenemos hoy, como consecuencia de esta reacción, una metapsíquica. Pero Bernard Shaw piensa que más falta nos hace una metabiología. Volviendo a Matusalén es una alegoría "metabiológica". La biología es la ciencia que más apasiona hoy a los artistas y a los filósofos. Y Bernard Shaw, que querría ser el iconógrafo de la religión de su tiempo, piensa que "toda religión debe ser primero y fundamentalmente una ciencia de metabiología". Esto le parece indiscutible, pues "ha visto el fetichismo de fa Biblia, después de mantenerse en pie bajo las baterías racionalistas de Hume, Voltaire, etc., derrumbarse ante la embestida evolucionista de mucho menos fuste, solamente porque la desacreditaron como documento biológico; así que, desde ese momento, perdió todo su prestigio, y la cristiandad literaria quedó sin fe". Bernard Shaw nos ofrece una nueva interpretación de la leyenda del Edén. Volviendo a Matusalén pretende ser el comienzo de una nueva Biblia. En el prólogo —que, como ocurre en Santa Juana, es más brillante que el drama— Bernard Shaw hace justicia sumaria del darwinismo. No condena a Darwin mismo sino a los darwinistas. El darwinismo —y de esto Darwin no es responsable— engendró un oportunismo, un materialismo que rebajó inverosímilmente los sueños y los ideales humanos. Shaw denuncia con ironía colérica las consecuencias de la voluntaria abdicación del hombre de su esencia divina. La leyenda del Edén es para él un documento científico mucho más respetable que El Origen de las Especies. IV Bernard Shaw adopta hasta cierto punto el concepto spengleriano de la historia. El progreso humano, en su utopía, no sigue una línea única y constante. Las culturas se suceden; las hegemonías se reemplazan. Pero, al margen o por encima de ese accidentado proceso, la formación de un nuevo tipo humano ha seguido su curso. Y Shaw enmienda y completa, con una rectificación profunda, el esquema en que Spengler pretende encerrar la trayectoria de las culturas. El socialismo aparece siempre en la decadencia, en el Untergang. Pero no es un síntoma de la decadencia misma; es la última y única esperanza de salvación. Una cultura, cuando naufraga, ha arribado a un punto en que el socialismo compendia todos sus recursos vitales. No le ha quedado sino aceptar el socialismo o aceptar la quiebra. El socialismo no es responsable de que los hombres no sean entonces capaces de entender este dilema.
|
|